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La calma llegaba muy
lentamente al camarín, y las pasiones empezaban a sedimentar en el caldo del
recuerdo. El sonido de la ducha se colaba por el hueco de la puerta del baño,
entreabierta por descuido. El agua caía como un bálsamo sobre el enorme cuerpo
de Miranda, que Laura acariciaba con un jabón de glicerina de verde y suave
aroma.
Selva acurrucaba a su
hijo en el cutre remedo de cama improvisado con mantas y frazadas. Intentaba
vanamente que durmiera algunas horas, por lo menos lo que quedaba de la noche.
Le prometía que muy pronto saldrían del teatro y organizarían una nueva vida
sin la abuela, pero era una plegaria de auto convencimiento que por el momento
no conjuraba nada en absoluto. La mano maternal acariciaba los hirsutos
cabellos de su vástago en pos de
infundir un esquivo sopor. Los dos necesitaban dormir, para descansar y
para no pensar. Dormir es la mejor manera de no pensar, aunque a veces los
pesares se cuelan como polizones en la nave del sueño, y entonces es peor… Pero había que intentarlo.
Martín continuaba vigil, con los
ojos muy abiertos, como si aún estuviera entrando por ellos la enormidad de
Miranda, desnuda y haciendo esas cosas en el baño con el señor aquel. La escena
que había presenciado era sorprendente e inexplicable, y temía que si apenas
parpadeaba se esfumarían insensiblemente los detalles más importantes, los que
vemos después, los apreciables, que para peor suelen escabullirse primero. Se
preguntó Martín cuáles instantes visuales y sonoros de los que había espiado
tras las hendijas le provocaban un cosquilleo en el bajo vientre. Cuáles
imágenes, cuáles palabras o susurros. Mientras mamá lo acariciaba palpó el
sobrecito plateado que mantenía escondido dentro del calzoncillo, y se sintió
aguijoneado por la ansiedad de abrirlo e indagar el contenido, apenas estuviera
solo y a cubierto de la permanente presencia de los adultos. Giró un poco la
cabeza y vio que Miranda salía del baño envuelta en un toallón y hecha un ovillo, ladeada por Laura, que la abrazaba y la
sostenía como podía. Un ovillo grande. Incluso su apocamiento era imponente;
aferraba los extremos del lienzo que apenas le celaba el cuerpo y caminaba como
si estuviera aterida de frío, aunque no hacía frío, salvo en su interior,
denotado por la mueca de su rostro y el rictus de sus labios.
El espectáculo tenía
que continuar, porque al fin y al cabo estaban en un teatro, en cuyo salón
languidecía un remanente de espectadores. A Selva le faltaba vestir nada más
que a tres mujeres, que ofrecerían un desnudo cansado -y triste en esta
particular ocasión. La mermada concurrencia se limitaría a aplaudir a las
últimas tres desnudistas; la ovación entusiasta, los silbidos y las
exclamaciones de halago eran propios de los clientes más jóvenes, que a esa
hora solían sellar la noche en otro lugar. Sólo los mayores, los solitarios y
los borrachos se quedaban hasta el final. La música de fondo, con disminuida
intensidad, venía aleteando hasta el camarín y acariciaba los oídos de las
mujeres; y a no ser por otra mariposa rumorosa, de aplausos apacibles, que
también las alcanzaba, habrían podido conjeturar que el acto de desvestirse,
realizado por una compañera sobre el escenario, poseería la misma intimidad que
el de hacerlo antes de tenderse en un lecho solitario.
Sonia destrabó la
puerta y dejó entrar a Cecilia, al propio tiempo que ella salió a realizar su
última presentación de esa noche. Una vez más se desprendería de su trajecito y
de la bombachita estampada con siluetas infantiles.
Después de la conversación que había mantenido con su hijo el miedo ya no
estaba; de alguna manera sabía que el miedo de los dos ya no estaba ahí,
separándolos en una forma contraria a la propia naturaleza. Por primera vez
habían compartido un vaso de licor, sobre una mesa que aunque rodeada de
peregrinos de un teatro, inducía a la intimidad, uno de los trucos de magia de
esos parajes nocturnos donde tantos están tan solos. El tabú había comenzado a
hacerse añicos en el exacto intervalo de tiempo de desnudez, breve y musical,
robado por él de un bolsillo interior del destino. En el departamento que
compartían jamás había permitido que le atisbara los pechos o le vislumbrara
las piernas arriba de las rodillas.
Ahora caminaba hacia el escenario para ofrecerse sin los atavíos de la
sociedad y las prohibiciones de su dios, y sin una chispa de culpa. Por qué
culpa. Se sabía esperada ansiosamente, y lo comprendía a la perfección y con un
candoroso impudor. El último acto de aquella noche pertenecería sólo a ella y a
su hijo, que ya no tenía necesidad de usurpar ese prohibido placer. Se lo había
ganado. Los dos lo habían. El mundo no existía debajo
de sus cuatro pies.
Detrás de Sonia
repiquetearon tres golpes de nudillo en la puerta del camarín, que acababa de
cerrarse con un eco perceptible aún. Escuchó el nombre de Selva, convocada en
la entrada del teatro, mientras se alejaba hacia el escenario.
--¡Selva, la buscan en
la salida! –chilló un mozo con voz aflautada y abatida por la madrugada.
Selva miró a su
alrededor con alarma, pero ninguna de sus compañeras pareció alertada. No quiso
pensar que seguían buscando a Martín. Dio un beso en la frente de su hijo,
advirtiendo que sus intentos por hacerlo dormir eran ineficaces, fue hasta la
puerta y se asomó. La expresión relajada del mozo le brindó algo de
despreocupación.
--Salga un momento a
la calle. –dijo el hombre, y bajó la voz hasta la delgadez del secreto:-
Gabriela quiere hablar con usted.
Selva comprendió el
mensaje escondido. Si Gabriela la hacía salir a la vereda era porque no quería
que la vieran o que se enterasen de su presencia. Introdujo la mano en el
bolsillo del saquito y palpó la
cadenita. Instintivamente la extrajo, amontonó los eslabones con la medalla en
la palma y volvió a guardar el frío metal hecho un bollito, esta vez en el
bolsillo de la camisa que le guarecía el corazón. Salió del camarín y caminó
por el pasillo agradeciendo al cielo que la piba no había hecho ninguna macana.
Aunque no había estado consciente de cavilar en eso, una parte de su mente, muy
por debajo de los pensamientos que navegan en la superficie y parecen no
enmascarar demás abstracciones, había padecido la intranquilidad de imaginar a
la muchacha sin vida, para peor sin su cadenita. Ahora se daba cuenta de que
tenía que devolvérsela y saber que se iría a dormir a su casa, para espantar
esa preocupación como a una mosca de verano.
Salió al salón y lo
cruzó en uno de sus ángulos, agotada y absorta. Poca gente en el salón. Algunas
luces más estaban encendidas, para que los mozos terminaran de cobrar e
hicieran sus rendiciones de cuentas. En un rato sacaría a Martín del teatro y
lo llevaría a alguna parte. No podían volver a la casa hasta después de las
once, que es cuando se llevan a los muertos. La aterió la necesidad de ir al
cementerio a despedir a mamá, pero el niño no merecía conocer un lugar así a
tan corta edad. Existía un agujero en su vida, una ventana de cuatro horas que
no terminaba de resolver. Atravesó la cortina de tul rojo y salió al vestíbulo.
Poca gente también ahí. Todavía hormigueaban en el teatro los agentes de la
ley, pero se veía que estaban aprontándose para irse. Varios de ellos
conversaban en el hall, donde se
notaba menos luz artificial, para que no interceptara a la primera claridad del
día que pronto se iba a entrometer por las puertas de vidrio. Wilmer, acodado
en el mostrador de la boletería, del lado de afuera, chupaba un mate lavado. Le
hizo un gesto con el mentón y le dijo que la piba esperaba afuera.
--¿Cómo la viste? –le
preguntó la modista.
--Bien. Cansada, bien…
Mándela a dormir, Selva. Mañana será otro día.
Sonrió y pensó que
mañana era ahora y que tendría otra noche. Nunca como ésta, por Dios. Abrió la
puerta de vidrio y salió. El aire fresco de la alborada le golpeó la cara con
su suave y vivificante guante incorpóreo.
Vio a Gabriela en el
costado derecho de la entrada, con la mirada perdida en la vereda de enfrente pero obviamente muy
lejos de aquel lugar. A lo mejor su afinidad con Gabriela emparentaba con el hecho
de ver en ella algo de sí misma, algo velado y distante en el tiempo, pasado o
futuro. La médula de sus vidas estaba hecha del mismo material dramático, vaya
una a saber por qué... Sin duda la piba era la mejor de todas, y debía estar en
otro lugar.
Caminó hacia la joven
y reparó en los autos oficiales todavía estacionados en la cuadra del teatro.
En el interior de alguno descansaban los conductores uniformados. Desperdigados
más hacia la esquina conversaban dos o tres policías que sin duda estaban maldiciendo
su suerte y esperando con ansiedad el momento de regresar a casa.
Sólo cuando estuvo a
dos pasos y le habló, la muchacha descubrió su presencia.
--Gaby, qué hacés acá afuera -dijo.
***
Estuve prácticamente toda aquella noche vigil, y
no era para menos. Creo que no fue hasta después del mediodía siguiente que
pude dormir, lo que se dice dormir en serio. Qué palabrita, vigil.
La leía en los informes que le hacían a mamá en el loquero, y como era la única
que entendía, me quedó. Vigil, mamá era vigil, estaba vigil. Mamá era una
“paciente tranquila, vigil, confusa, desorientada
globalmente, con evidentes alteraciones de la sensoperción
e ideación delirante, psiquiátricamente sin cambios significativos, medicación Fenergan 2 mg., Halopidol, Enalapril 2 mg., Risperidona 2
mg.” Todo ese palabrerío que no existe en el diccionario para decir que estaba colifata como una cabra, ¡lo que es la ciencia! Ojalá Seba
estuviera vigil. Para lo que hay que ver en este
mundo, lo mejor es el sueño. Ojalá Seba estuviera soñando y no pudriéndose en
una caja de madera, aunque quien te dice está soñando con la vez que lo
llevamos a la Ciudad de los Niños en City Bell, con que es tan nene que todavía
no piensa en matarse… Aquella noche valía la pena no dormir, no soñar. El sueño
era ver a las mujeres yendo y viniendo, vistiéndose y desnudándose, oler sus
fragancias y absorber sus colores, sentir que cada tanto se acercaban
desnudas a mí y me acariciaban como a un gato. No tengo duda de que ese fue el
mejor sueño que tuve.
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