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Mientras Selva preparada
a las chicas, y éstas iban al escenario y al volver lucían con la naturalidad
que da el oficio sus pechos y pubis frente a los tramoyistas y empleados de maestranza,
que ya se habían acostumbrado a ver tales intimidades como el sepulturero a la
muerte, el niño dormitaba acongojado, pues se sentía solo. Fue cuando se
tornaron muy fuertes las ganas de evacuar la vejiga porque había bebido más
líquido que de costumbre, y restregándose los ojos, semidormido como estaba, se
levantó para ir en pos del requerido baño.
Buscó en la oscuridad
los zapatos y se los puso sin acordonarlos. Tanteó la pared, impelido por el
saco urinario colmado, encontró el pomo de la puerta, lo giró y salió al
pasillo. Una luz mortecina marcó en las paredes despintadas su menuda sombra,
que lo acompañó hasta la escalera que subía directamente al costado del escenario. Allí vio
gente en movimiento, ocupada en jalar cuerdas, trasladar cosas, direccionar
luces, pasar a su lado en un febril trajín. Nadie pareció darse cuenta de su
presencia, salvo un señor que llevaba unos discos de música en la mano y que,
sonriéndole…
--Nene, qué hacés acá –le dijo al pasar.
Caminó otro poco y llegó
a una escalera más oscura que el sótano. Bajó, corrió una cortina y desembocó
en un ambiente nocturnal y con nubes de tabaco donde mucha gente, en su mayoría
hombres, miraban, sentados a sus pequeñas mesas pobladas con botellas, hacia
algo que estaba detrás de él, a la vez que bebían y reían y gritaban con
euforia. El niño erró entre los respaldos de las sillas, pidió permiso como era
su costumbre si deseaba que lo dejaran pasar, y provocó la molestia de algunos
a quienes interrumpía la visión.
--Pendejo, salí de acá.
--¡Nene, andá a dormir! –se oyó desde un costado.
Un señor de barba, al
verlo a su lado de improviso, quitó con prontitud la mano que tenía oculta bajo
la falda de la rubia que lo acompañaba y lo miró con encono.
--Pero… ¡habrase visto!
--… busco el baño –se
excusó el hijo de Selva.
El señor de barba seguía
mirándolo casi con bronca, mientras la rubia se acurrucaba en su brazo.
--Seguí para aquel lado,
salí al hall y ahí tenés el baño. Dale, rajá.
Caminó por el damero
irregular que formaban mesas y sillas, y comenzó a comprender que no tenía que
estar ahí. Sentía también que la vejiga quería explotar. Atravesó el cortinado
rojo de tul casi enredándose en él, y llegó al hall del teatro, desde donde
pudo ver, a través de las puertas de cristal, una noche arañada por
cientos de luces de la calle y de los negocios aledaños. Sin detenerse,
deambuló en medio del gentío que estaba en el vestíbulo y conversaba con
entusiasmo, hasta que encontró la puerta con el hombrecito rojo pintado que
marcaba, según le había enseñado mamá, la existencia de un baño “de caballeros”
del otro lado.
--A ese tienen que
ir los nenes –le decía Selva cuando lo llevaba al cine.
Entró.
El señor que orinaba en
un mingitorio le obsequió una mirada asombrada, porque era normal que en lugares
así se viera de todo, menos un niño en pijama celeste en el baño de caballeros.
Después siguió orinando y mirando el chorro con hipnótica atención.
Martín se paró frente al
lavabo, se aupó en él y se buscó en el borde inferior del espejo. Se vio despeinado,
y el persistente mechón de pelo que se le encrespaba en la nuca, sobre todo
cuando recién se levantaba, semejaba una antenita. Después optó por entrar en
uno de los gabinetes que estaban desocupados, y ahí desbebió
sus líquidos. Oyó, desde la fría intimidad del retrete, que entraban y salían
hombres del baño, y algunos hablaban de mujeres… sobre un fondo sonoro de
canillas abiertas y cascadas de agua en los inodoros. Había humo de cigarrillo,
también en aquel lugar; ¿a quién se le ocurriría fumar en el baño? La
distracción le provocó lo de casi siempre: unas gotitas de orín cayeron en el
pijamas; intentó limpiarlas con un papel higiénico, que era más suave que el
que mamá compraba en casa. Después apretó el botón, se subió la ropa, quitó el
pestillo y entornó la puerta para espiar y salir. Vio la espalda de un hombre
alto y de traje que estaba saliendo del baño sin mirar a los cuatro o cinco
congéneres que quedaban en él. Era la espalda de Carlos, a cuyo paso la puerta
del baño se cerró con la controlada suavidad que le daba el brazo neumático.
Algo hubo en esa figura, alta y robusta, que lo atemorizó, y optó por
encerrarse un rato más en el pequeño cubículo sanitario para esperar a que se
secara del todo el pijamas, mientras el retumbar de los pasos del hombre se
alejaba con una rítmica lentitud.
Carlos recorrió el breve
pasillo que desembocaba en el hall de entrada y constató que todo estaba
tranquilo, poblado pero tranquilo. Se acercó a la ventanilla de la boletería y
vio que el empleado tomaba mate.
--Dame uno –pidió.
El otro se lo pasó a
través de la reja, que en ese momento estaba libre de clientes.
--Parece una noche
tranquila, jefe –comentó.
--Nunca hay que decir
eso: es de mal agüero –objetó Carlos sin dejar de chupar la bombilla.
--Por lo menos no llueve
–insistió el otro en un vano intento de amabilidad.
Carlos lo miró sin
emoción mientras le devolvía el mate.
--Demasiada azúcar
–sentenció, y caminó hasta el vidrio que impedía que la noche entrara.
Después de todo era
cierto: no llovía. Abrió la puerta de vidrio y salió a la vereda. En noches
como aquella sentía deseos de fumar, pero había dejado el vicio hacía un tiempo
y respiraba notablemente mejor. Aspiró en profundidad, aspiró la noche, y ésta
le llegó hasta la base de los pulmones. La noche era mucho más que la ausencia
de la luz del sol; también se inspiraba, y en Buenos Aires poseía un aroma muy
diferente al que tenía en los campos de Casares. Además, se oía: la noche
emitía sonidos especiales, como si murmurase sobre la ciudad. Formaban parte de
ella el ruido de los autos, las pocas bocinas que se oían a esa hora, el
chirrear de las luces de neón, alguna que otra sirena a lo lejos…
Carlos podía distinguir
la sirena de un patrullero de la de un camión de bomberos o una ambulancia. La
que se estaba acercando era claramente de la primera especie. La oyó crecer en
intensidad, aproximarse por la avenida, y casi al mismo tiempo que el
patrullero estacionaba frente al teatro con los haces de luz girando en el aire
de la madrugada descubrió a su lado al de la boletería, que había dejado su
puesto. Le oyó decir nerviosamente que le acababan de comunicar que había un
pibe meando en el baño de hombres. Carlos creyó que se lo tragaba la tierra, a
él y a Selva. Rápidamente comprendió la situación, y notó que no era de menor
gravedad.
--¡Nunca más lechucées con eso de que va a ser una noche tranquila!
–le dijo con visible disgusto.
Sintió que detrás de su
enojo, del íntimo reproche que se formulaba por haber accedido a formar parte
de una situación tan inusual y riesgosa, era su deber de compañero y de
encargado de seguridad solucionar el contratiempo poniendo en juego lo mejor de
su empeño y de su ingenio. Dio instrucciones rápidas y nerviosas al empleado y
lo envió a ejecutarlas en el interior del teatro; acto seguido, recomponiéndose
de la sorpresa, fue al encuentro de los agentes de la policía con calma y
circunspección.
--Buenas noches –saludó
el oficial más alto, mientras el otro abría una carpeta y anotaba.
--Buenas noches. Carlos
Paladino, jefe de seguridad, para servirle. Usted dirá.
--Soy el oficial Córdoba
y él es el doctor Mercau, de la Fiscalía del Menor.
No voy a dar vueltas; se ha recibido una denuncia muy seria: parece ser que
dentro del edificio hay un menor.
--¿Un menor? –replicó Carlos, afectando asombro- ¿Un adolescente, un
joven…? Le aseguro que aquí no entra ningún menor de dieciocho años, y si
tenemos dudas le pedimos el documento.
--Ahá.
La denuncia es sobre un niño, concretamente.
--Es incorrecta,
oficial. Alguien quiere gastar una broma, o la competencia, a lo mejor…
--Este es el único
espectáculo en su estilo en muchas cuadras a la redonda. No hay competencia. Y
en cuanto a lo de la broma, lo dudo. Además, la persona que nos llamó
proporcionó datos muy específicos.
Carlos tragó saliva, con
disimulo, de a gotitas.
--No sé qué decirle;
aquí no hay niños. Este teatro brinda un espectáculo que es exclusivo para
adultos.
--Entiendo. Sin embargo,
vamos a proceder a revisar el lugar.
Mercau le extendió la carpeta
abierta, señalándole en qué parte de la primera hoja tenía que firmar para
notificarse de la veracidad de lo que acababan de informarle.
--Guíenos, si es tan
gentil -concluyó Córdoba.
Carlos, como ex agente
de la policía, conocía los trucos y no tenía intención de dejarse apremiar con
el primer apronte.
--Lo lamento, no puedo
firmar esta notificación, y ustedes, claro está, carecen de una orden formal
para ingresar en el local. Por lo tanto, tendrán que confiar en mi palabra: dentro
de estas paredes no hay ningún niño.
Córdoba y Mercau se miraron. Y Carlos sabía que en ese punto de
inflexión se definiría la cosa: persistirían u optarían por marcharse.
--Paladino, supongo que
usted sabe cómo funciona esto. Nosotros podemos quedarnos acá de consigna hasta
que llegue la orden de allanamiento del juez de turno… -previno Córdoba con el
tono de voz imperturbable de quien sólo cumple un deber de rutina.
--Por supuesto, eso lo
sé.
--… y no ignora tampoco
que si llegamos a esa situación, van a venir varios patrulleros adicionales,
más agentes, y el chocolate se va a poner espeso. ¿Le parece que vale la pena?
Carlos se percató de que
su intento había sido infructuoso.
--Lo que deseo es evitar
a toda costa un escándalo innecesario, en especial por algo sin fundamento
-explicó.
Hizo una pausa, frunció
el ceño y comprendió que aunque había fracasado la primera resistencia, debía
persistir en la negativa y hacer el tiempo necesario hasta que el chico fuera
difícil de encontrar dentro del teatro.
--Mire, se la hago
corta: no tengo autoridad para firmar su acta –agregó-. Sería una solución
satisfactoria que ustedes entraran y revisaran con el mayor disimulo posible
para no perturbar ni a los espectadores ni a los artistas…, pero no puedo
dejarlos pasar sin la aprobación del dueño de la empresa.
Mercau sonrió, porque
consideraba que las desnudistas eran más putas que artistas. Córdoba se mostró
contrariado con la resistencia que encontraba, sin percatarse de la falta de
compostura de su ocasional acompañante.
--Podríamos hacerlo así,
si usted quiere. El doctor Mercau y yo seremos muy
discretos. Sólo nos aseguraremos de que dentro del teatro no haya un niño, y
nos iremos sin otras molestias para usted y para la empresa. Vamos, Paladino, no
se ponga difícil y firme.
--Es imposible. Por otra
parte, ustedes podrían ir a hablar con el Principal para que les informe la
excelente relación que tenemos con la comisaría. Vea, Córdoba, hablemos sin
montura: pagamos una buena cantidad para no tener problemas como este. Confíe
en mí: no existe el pibe del que les hablaron; les informaron mal.
Córdoba le hizo un gesto
amable a Mercau para que lo dejara solo con su
interlocutor, llevándose la carpeta. Cuando se quedó en privado con Carlos se
sinceró con él:
--Ustedes nos pagan para
que les cuidemos los alrededores, les saquemos a los borrachos y hagamos la
vista gorda con la prostitución que puedan tener acá y alguna que otra cosita
más. Pero la denuncia de un pendejo es otro asunto más grave… Entiendamé.
--Córdoba, me está
hablando como si aquí hiciéramos visitas guiadas a las escuelas primarias. ¡Por
favor!
--Si dependiera de la
comisaría podríamos arreglarlo. Sacan al mocoso de ahí y asunto arreglado. Pero
la denuncia entró de más arriba, y hay que buscar la manera de salir del
quilombo.
--Una vez más: acá no
hay un menor.
--Mejor para ustedes,
porque si no es así, lo encontraremos… Me voy a comunicar con mis superiores
para ver qué deciden. Mientras tanto, lo mejor que puede hacer es sugerirle al
dueño que firme el acta y no se exponga a un allanamiento autorizado por el
juez de turno.
Carlos se quedó mirando
la breve caminata de Córdoba hasta el auto oficial. Lo vio sentarse en el lado
del acompañante, tomar la radio y hablar. Le llegaba a los oídos la voz
metálica que respondía desde quién sabe dónde a través de la frecuencia
policial, pero no pudo comprender las palabras. Entonces se percató de que
aquel asunto estaba lejos de resolverse y se puteó por lo bajo, diciéndose “qué
pelotudo que sos”.
Dio media vuelta y entró
al vestíbulo. Algunos clientes se habían acercado a la puerta de vidrio para
tratar de enterarse del motivo de la presencia de la policía; otros continuaban
con sus conversaciones como si nada. Carlos notó que la boletería seguía cerrada
y vacía, y se quedó junto a su puerta para esperar al empleado.
Le dolía el estómago,
que siempre le funcionaba como caja de resonancia de los nervios. Divisó, a
través de la puerta, que Hugo estaba estacionando su auto justo atrás del
patrullero, y entonces se le esfumaron las últimas dudas que le quedaban acerca
de que aquella iba a ser una noche muy larga.
--¡Qué pelotudo sos! –se dijo una vez más, y sintió ganas de evacuar el
intestino.